Nuestro antihéroe Svejk, detrás de su aparente estupidez y simpleza, esconde un buen corazón y bastante astucia. Es un hombrecillo algo rechoncho que sin perder el buen humor, presume de ser "tonto oficial", pero, con la lucidez que le caracteriza, logra salir airoso del sinfín de disparatadas situaciones que le tocará vivir en medio de una Europa convulsa, la de 1914, que se adentraba en la Primera Guerra Mundial.

En el fondo, nos deja un discurso pacifista al que sin duda es necesario volver, en estos tiempos de espanto en que a los muñidores de guerras les conceden el Nobel de la Paz.
La obra es, pues, un divertido alegato antibélico que retrata una época marcada por la corrupción de la monarquía austrohúngara, su represión política y la tiránica prepotencia del ejército. En definitiva, una desmitificación de toda la farsa alrededor de la guerra, de las guerras; de su inutilidad, del negocio que significan para los capitostes, emperadores, presidentes o reyes que las declaran, tiñendo sus manos con la sangre de millones de inocentes.


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